El secreto de los fósiles

Mi trabajo es la reconstrucción de las formas de vida..

fosiles

El secreto de los fósiles

Mi trabajo es la reconstrucción de las formas de vida del pasado, y esto me lleva a realizar continuos viajes en el tiempo. Aunque el vehículo para estos viajes sea la imaginación, esto no los convierte en fantasías sin base científica. El “combustible” para esta máquina del tiempo son los datos que proporciona la paleontología sobre la anatomía de las especies fósiles, su modo de vida y su ambiente. Las reconstrucciones, además de hacer las veces de “instantáneas” de las especies extinguidas, deben ser modelos funcionales, coherentes con las leyes que rigen la vida y que, según toda evidencia, también la regían en el pasado remoto.

En su aspecto más plástico, la reconstrucción es un excelente vehículo para la divulgación, pero en su aspecto más analítico, es una herramienta imprescindible de la investigación paleobiológica. Durante el proceso de reconstrucción recabamos datos que no podríamos conocer mediante la sola observación el mundo actual, y que nos llevan a revisar nuestros conceptos sobre la evolución. La reconstrucción paleobiológica es pues una de las actividades en las que de manera más natural se diluye la frontera entre el arte y la ciencia. Un buen ejemplo de este proceso es el viaje en busca de los grandes depredadores del pasado.

En busca del predador perfecto

La primera escala de este viaje nos lleva a un pasado próximo, casi al alcance de la mano. Tuve un asomo a ese pasado en julio de 1987, durante una excursión por el páramo de Somiedo, en compañía del naturalista asturiano José María Díaz. Nuestro objetivo: ver al lobo ibérico en estado salvaje. Recuerdo salir de la tienda de campaña antes del alba (con toda la ropa de abrigo puesta, aunque era verano) para apostarnos en nuestros puntos de espera, en un collado rocoso que separa dos valles. Habíamos observado abundantes rastros en la zona y sabíamos que los lobos la frecuentaban, pero también sabíamos lo esquivos que pueden ser, así que nuestras expectativas eran escasas, sobre todo tras cuatro días de fracasos.

lobo iberico

¿Cómo se llega de un fósil hasta la imagen detallada de cómo fue ese ser? Mauricio Antón lo explica en su último libro. El sol salió a mi espalda, un gran círculo rojo que teñía de tonos cálidos las partes altas de la sierra. Al poco apareció sobre el collado una figura canina, desplazándose con un trote suave, casi como si flotara entre los brezos de la ladera. Al principio pensé que se trataría de un perro, tal vez uno de los grandes mastines de los pastores locales, pero cuando apunté hacia él mi teleobjetivo, se despejó cualquier duda: era un lobo, de colores claros y con un pelaje espeso para la época del año, cosa por lo demás comprensible ante las gélidas madrugadas del páramo…

No podría decir cuantos segundos duró aquella visión, pero fue como asomarme a un mundo fuera del tiempo. La escena evocaba una época, siglos atrás, en la cual el lobo era el súper-predador indiscutido en los ecosistemas ibéricos, y el hombre observaba sus correrías como espectador privilegiado. Ciertamente, el lobo aún persigue a sus presas salvajes en algunos rincones de la península, pero ni siquiera los naturalistas profesionales pueden contemplar esos lances, salvo en casos puramente excepcionales, y cada filmación que vemos en los documentales es el resultado de una puesta en escena con animales cautivos, algo así como esas “reconstrucciones” de crímenes que se escenifican para resolver casos judiciales.

Hubo un tiempo en el que no había que viajar a la sabana africana para contemplar un hecho básico de la vida como es el drama de la depredación en grandes mamíferos, pero ese tiempo parece irremediablemente perdido. En cualquier caso, en esta escala de mi viaje aún no necesitaba usar técnicas de reconstrucción, porque el lobo que hace siglos dominaba las enormes extensiones salvajes de la península pertenecía a la misma especie, Canis lupus, y los ungulados que le servían de presas (ciervos, corzos, rebecos) eran los mismos que pueden verse hoy en día en las montañas de Somiedo.

Sin dejar la cornisa cantábrica, un viaje de unos cientos de kilómetros hacia el este nos lleva a nuestra siguiente escala. En la cueva de Lezetxiki, en Guipúzcoa, se han hallado fósiles de lobos, junto con los de una rica fauna de mamíferos del Pleistoceno superior, con unos 50.000 años de antigüedad. Los ungulados que hoy pueblan la península ya estaban presentes, pero les acompañaban algunos que ya no se encuentran en estas latitudes, como el reno, y otros que han desparecido de la tierra para siempre, como el rinoceronte lanudo (figura 2). La variedad de presas para el lobo era impresionante, pero no le faltaba competencia en el “club” de los grandes carnívoros: hienas manchadas, leopardos y leones se disputaban la carne de los ungulados, todo ello en un paisaje diferente del actual; el clima seco y frío de esa época, no en vano conocida como “edad del hielo” hacía que los bosques estuvieran más restringidos en su distribución, y grandes extensiones de la península estaban cubiertas por estepas herbáceas y arbustivas.

cueva-de-lezetxiki

En esa época, el lobo no era el predador dominante en la península: ese privilegio correspondía sin duda al león. Los fósiles del felino indican que pertenecía a la especie actual, Panthera leo, pero sabemos que difería en un detalle importante de sus parientes vivientes: los machos carecían de melena. Esto lo conocemos gracias a las representaciones que nos dejaron los artistas del Paleolítico, y especialmente a las espectaculares pinturas de la cueva francesa de Chauvet, descubierta en 1996, y con una antigüedad de unos 30.000 años. Mientras que en otras cuevas las representaciones de leones escasean, Chauvet está adornada con docenas de imágenes del gran felino, pero ninguna de ellas muestra un animal con melena. ¿Será que sólo pintaron hembras? No es el caso: en una de esas pinturas se observa un león macho con su prominente escroto asomando entre sus patas traseras, pero también sin melena.

El Homotherium vuelve a la vida

Otros yacimientos en el norte de la Península nos muestran un pasado mucho más lejano. En la sierra de Atapuerca, los niveles más recientes del yacimiento de Gran Dolina hablan de una época de transición en las faunas del Pleistoceno medio, hace unos 400.000 años. Estos fósiles son, pues, unas diez veces más antiguos que los de Lezetxiki. En aquella época, el león ya había invadido Europa, pero todavía no reinaba en solitario sobre los predadores del continente. En Atapuerca y otro puñado de yacimientos europeos, los fósiles del león aparecen junto con los de otro félido de talla comparable: el “tigre dientes de sable” Homotherium latidens, que había sido el predador dominante durante casi tres millones de años, pero en aquel momento se acercaba al final de su reinado ¿Cómo era ese animal? Los homínidos de la época, los Homo heidelbergensis, sin duda vieron y temieron al “dientes de sable”, pero no nos dejaron representaciones artísticas.

Para conocer la apariencia del “dientes de sable”, es necesario desplegar la batería metodológica de la reconstrucción. Nuestra situación es comparable a la de un equipo de forenses que se enfrenta a los huesos de una víctima a la que deben identificar. En vez de huesos humanos, el paleontólogo Ángel Galobart, de Sabadell, y yo, disponemos sobre la mesa del laboratorio una colección de huesos de Homotherium provenientes de un yacimiento espectacular: Incarcal, en Gerona. En esta localidad se ha encontrado la muestra más rica de fósiles de Homotherium de toda Europa. En primer lugar medimos los huesos del esqueleto para comprobar las proporciones corporales del animal. Esto revela importantes diferencias con el león: el Homotherium tenía las patas delanteras más largas en comparación con las traseras, y además tenía el cuello más largo, el lomo relativamente más corto, y la cola corta, parecida a la de un lince.

atapuerca

A continuación, examinamos las zonas de los huesos que corresponden a la inserción de músculos, y que revelan la trayectoria y tamaño de los principales músculos profundos. Muchos de los músculos más superficiales no dejan marcas en los huesos, pero deducimos su posición a partir de la musculatura profunda. Además, esos músculos superficiales suelen formar capas delgadas que no afectan mucho al volumen general del animal. Otros tejidos blandos, como el cartílago, no dejan marcas en los huesos, pero su forma se puede inferir observando la morfología de los huesos a los cuales se unen. Para que estas inferencias sean fiables, es imprescindible un conocimiento minucioso de la anatomía de los animales actuales, y a menudo es necesario realizar disecciones, cuando la especie actual que nos sirve como referencia no se ha descrito en suficiente detalle.

De este modo obtenemos un retrato detallado de la cabeza del Homotherium, que jamás podríamos confundir con la de un león: morro largo y robusto, perfil dorsal prácticamente recto, y las puntas de los caninos asomando entre los labios . Pero estas diferencias, y las que observamos en las proporciones corporales, van más allá de la apariencia, y revelan un predador que cazaba de manera radicalmente distinta a cualquier felino actual. Una clave para interpretar esas diferencias proviene del estudio de las vértebras del cuello, mejor conservadas en Incarcal que en ningún yacimiento de Europa. Esos huesos no sólo muestran que el cuello del “dientes de sable” era más largo y musculoso que el de un león, sino que nos permitieron reconstruir el funcionamiento biomecánico del cuello y la cabeza del animal durante el mordisco letal (Antón & Galobart 1999).

El estudio de las inserciones musculares mostró que el animal podía girar el cuello en un arco muy amplio en cualquier dirección, y mantener cualquier posición con una fuerza impresionante. Estas adaptaciones le permitían ajustar la posición de la cabeza para administrar a su presa un mordisco muy preciso, al tiempo que utilizaba su peso corporal y fuerza muscular para mantener dicha presa inmovilizada contra el suelo. La espalda corta y fuerte del Homotherium le ayudaba a sujetar con más eficacia a sus presas, como si les aplicase una llave de “judo”, y sus patas traseras relativamente cortas le daban estabilidad durante ese trance de la caza.

¿Por qué el Homotherium no podía simplemente cazar como cualquier felino actual? Una razón importante es la forma de sus caninos superiores, que no sólo eran largos, sino aplanados, lo cual aumenta su capacidad de penetración (causando la muerte rápida de la presa por desangramiento) pero los hace más frágiles. Por eso el depredador tenía que ser capaz de inmovilizar a sus presas para impedir que un movimiento brusco pudiera romper sus armas mortíferas, y además tenía que morder con gran precisión para evitar que sus colmillos chocaran con hueso, lo que también podría quebrarlos.

Batallones

La última escala de este viaje nos lleva a la comunidad de Madrid. El conjunto de yacimientos de Cerro Batallones, en Torrejón de Velasco, nos desvela un pasado más lejano, hace nueve millones de años, en una fase del Mioceno superior conocida como Vallesiense. En aquella época, la zona estaba horadada por una serie de cavidades que funcionaron como trampas naturales, dando origen a una acumulación de osamentas verdaderamente dantesca. El 99 por ciento de los restos corresponde a carnívoros, que entraban a las cavidades atraídos por la carne de otros animales atrapados y por la humedad del fondo, pero luego no podían salir.

cerro-batallones

Figura 6: Reconstrucción del dientes de sable Homotherium latidens dando caza a un cabalo. Arriba, vista superior del cazador mientras sujeta a la presa contra el suelo y coloca su cabeza en la posición precisa para el mordisco letal. Abajo, vista en transparencia del cuello y cabeza de Homotherium, mostrando la curvatura del cuello y la posición de algunos de los músculos que contribuyen a mantener esa curvatura, y cuyas inserciones están especialmente desarrolladas en el “dientes de sable”. En el Vallesiense, el predador dominante era un pariente primitivo del Homotherium, un “dientes de sable”, también de la talla de un león, llamado Machairodus aphanistus. Durante décadas se conoció a ese animal sólo por fragmentos de cráneo y dientes, una situación frustrante desde el punto de vista del reconstructor. Pero el descubrimiento de Batallones en 1991 cambió radicalmente esa situación. Gracias a las condiciones excepcionales de conservación en estos yacimientos, por primera vez podíamos conocer todos los huesos del esqueleto del Machairodus, y también de su pariente más pequeño, el Paramachairodus, del tamaño de un leopardo.

Cuando por fin pude reconstruir a este primitivo “dientes de sable”, el resultado fue sorprendente: a diferencia de lo que ocurría con el Homotherium, Machairodus tenía una espalda y unas patas traseras relativamente largas, rasgos que curiosamente lo asemejaban al león (figura 7). El cráneo también tenía rasgos que lo aproximaban al de un león salvo por los enormes y aplanados caninos superiores (Antón et. al. 2004). El pequeño Paramachairodus, por su parte, parecía una copia a escala reducida del Machairodus. Semejantes proporciones corporales daban a estos animales una apariencia bastante más “felina” que la del Homotherium. Los fósiles de Batallones nos permitieron incluso modelar el esqueleto de Paramachairodus en 3D y reconstruir su locomoción.

Pero además, las características anatómicas de estos carnívoros tenían profundas implicaciones evolutivas (Salesa et al. 2006). Los grandes félidos de Batallones aún estaban en las fases iniciales del desarrollo del modelo funcional de los “dientes de sable”, y su semejanza con los felinos actuales se debe a que unos y otros son animales relativamente primitivos, al menos si los comparamos con un depredador tan especializado como el Homotherium. Aunque normalmente consideramos a los felinos modernos como las más sofisticadas máquinas de matar entre los carnívoros, lo cierto es que su anatomía y su modelo de depredación no han cambiado, en esencia, desde hace quince millones de años. Durante ese tiempo, en cambio, el linaje del Homotherium acumuló más y más refinamientos evolutivos, y seguramente este animal era capaz de derribar grandes presas con bastante mayor eficacia que un león, pero su especialización le hacía vulnerable ante cualquier cambio ambiental.

El viaje de vuelta

Homotherium llevó al extremo las adaptaciones que en Machairodus apenas empezaban a cobrar forma. Pero ante los cambios que se producían en la Europa del Pleistoceno, la mayor adaptabilidad del león le dio ventaja ante ese predador de precisión que era el “dientes de sable”. En el mundo humanizado del Neolítico, incluso el león resultó incapaz de adaptarse, y sólo un carnívoro más generalista y adaptable, el lobo, pudo mantener su posición en lo alto de la pirámide trófica. En la Europa del presente, apenas hay lugar para los grandes carnívoros. Pero ante la despoblación del campo y los cambios en los modos de producción, no es inimaginable que en un futuro no muy lejano, grandes espacios de la naturaleza ibérica pudieran ver restaurados sus equilibrios ancestrales. Ejemplos como el del parque de Yellowstone en Norteamérica, han demostrado que bastan pocos años de protección efectiva para que los grandes mamíferos restablezcan sus interacciones, permitiendo un turismo ecológico que hoy nos parece reservado a otras latitudes.

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Reconstrucción digital en 3D del esqueleto del «dientes de sable» Paramachairodus, basada en los fósiles de Batallones. La locomoción está basada en el estudio de la anatomía funcional del félido. Por último se ve al animal reconstruido, en un paisaje de bosque abierto como el que se encontraría en la zona de Batallones hace 9 millones de años. (Clip realizado y gentilmente cedido por Mauricio Antón.)

Hemos llegado a aceptar que la contemplación de la gran fauna y sus interacciones naturales sea el privilegio de una elite económica, pero en realidad es una experiencia profundamente formativa y un derecho natural de cualquier ser humano, como sin duda lo considerarían los pintores de Chauvet o Altamira. No podemos traer de vuelta a los “dientes de sable”, pero podemos dar un pequeño paso atrás en nuestra invasión del entorno salvaje para dejar que los procesos naturales, incluidos los procesos evolutivos, continúen su curso.

La reconstrucción del pasado ha contribuido a mostrarnos que la biodiversidad presente es sólo un fotograma en la película de la evolución (Antón, 2007). No es demasiado tarde para permitir que la proyección de esa película continúe. Las especies vivientes tienen el potencial de engendrar, mediante la evolución, la biodiversidad futura. Pero ahí es donde se extiende el velo del tiempo en toda su oscuridad. El pasado se puede descifrar hasta cierto punto, pero el futuro constituye para nosotros el mayor de los misterios.